Borneo
«Dirigiéndonos al sudoeste, después de haber recorrido diez leguas, reconocimos otra isla, Burné, que, costeándola, nos pareció que subía [de latitud], habiendo debido andar cincuenta leguas, a lo menos, antes de encontrar un fondeadero, y apenas hubimos arrojado el ancla, cuando se levantó una tempestad, se oscureció el cielo y vimos sobre nuestros mástiles el fuego de San Telmo.
Se dice que el rey de Burné posee dos perlas tan grandes como huevos de gallina y tan perfectamente redondas, que, colocándolas sobre una mesa bien lisa, no se están jamás quietas.
En la mañana del 29 de julio, que era lunes, vimos venir hacia nuestras naves más de cien piraguas, divididas en tres escuadras, con otros tantos tungulis, o sea sus pequeñas barcas. Como temíamos ser atacados a traición, nos hicimos inmediatamente a la vela, y eso con tanta precipitación que nos vimos obligados a abandonar un ancla. Nuestras sospechas aumentaron cuando nos fijamos en varias embarcaciones grandes llamadas juncos, que el día precedente habían venido a fondear por la popa de nuestras naves, lo que nos hizo temer ser asaltados por todos lados. Nuestro primer cuidado fue librarnos de los juncos, contra los cuales hicimos fuego, de suerte que en ellos matamos mucha gente. Cuatro de ellos quedaron en nuestro poder y los otros cuatro restantes se salvaron yendo a dar en tierra. En uno de los juncos que tomamos se hallaba el hijo del rey de la isla de Lozón, que era el capitán general del rey de Burné (…) El rey moro, habiendo sido informado del daño que acabábamos de hacer a sus juncos, se apresuró a manifestarnos, por medio de uno de los nuestros de los que se habían establecido en tierra para comerciar, que dichas embarcaciones no venían contra nosotros, pues no hacían sino pasar para llevar la guerra a los gentiles; y para probárnoslo nos mostraron algunas cabezas de estos últimos muertos en la batalla. Con esto hicimos decir al rey que si lo que nos manifestaba era verdadero, no tenía más que enviamos a los dos hombres que permanecían en tierra con las mercancías y al hijo de Juan Carvallo, en lo que no quiso consentir. Así fue castigado Carvallo con la pérdida de su hijo, que había nacido en Brasil, que habría sin duda recobrado en cambio del capitán general que puso en libertad por oro.» Pigafetta
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